PSICOTEOLOGÍA: LA NEUROCIENCIA DE LA FE
(TOMO 1)



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7.3.4) TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO


El ángel de Jehová se le apareció a Moisés en el monte Horeb o Sinaí en llama de fuego en medio de una zarza, diciéndole que aquel lugar es tierra santa (Éxodo 3.1 al 5; Hechos 7.31 al 33). Este era el monte de Dios donde tiempo después Moisés recibió las dos tablas de piedra (los diez mandamientos), y se le llama al pueblo como gente santa



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(Éxodo 19.1 al 6). El territorio del pueblo de Israel llegó a tener el santuario o tabernáculo de reunión, que era el lugar santo, como Jehová lo ordenó a Moisés (Éxodo 25.8 al 9). De entre todos los pueblos del mundo solamente en Israel había un tabernáculo con la presencia de Dios (Éxodo 33.7 al 11).

A través del tiempo Moisés murió (Deuteronomio 34.5 al 6), y Josué fue su sucesor por elección de Dios (Josué 1.1 al 2); así sucesivamente fue pereciendo el pueblo de Israel, pero el santuario o tabernáculo de reunión se mantuvo entre ellos en forma movible y fácil de transportase de una parte a otra, hasta que el rey David pensó en construir un templo fijo (1 Crónicas 17.1 al 6). Dios se lo concede por medio de Salomón hijo de David, construyendo aquel templo que le da paredes sólidas y permanentes al santuario o tabernáculo de reunión (2 Crónicas 3.1 al 2). Ahora la tierra de Israel tenía el templo y éste conforme a lo dispuesto en el tabernáculo, incluía un velo (Éxodo 26.30 al 33), el cual se rasgó en dos, de arriba abajo, cuando Jesús expiró en la cruz (Mateo 27.50 al 51; Marcos 15.37 al 38; Lucas 23.45 al 46). La palabra de Dios explica que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto estuviera presente la primera parte del tabernáculo (Hebreos 9.8). Este velo establecía separación entre la primera parte, llamada el Lugar Santo, en donde estaba el candelabro, la mesa y los panes de la proposición, y tras el velo el Lugar Santísimo, que tenía un incensario de oro y el arca del pacto, con una urna que contenía maná, la vara de Aarón que reverdeció y las tablas del pacto (Hebreos 9.2 al 5), todo representativo de Jesucristo, en el mismo orden. La luz del mundo (Juan 8.12, 9.5), el pan sin levadura, que es la palabra sin alterar (1 Corintios 5.7 al 8), la puerta (Juan 10.9), olor fragante que agrada a Dios (2 Corintios 2 .15), el pan de vida que descendió del cielo (Juan 6.30 al 59), el buen pastor (Juan 10.11 al 16; Hebreos 13.20; 1 Pedro 2.25) y la obediencia a los mandamientos de Dios Padre (Hebreos 10.9).


En el tema relacionado con las celebraciones rituales, la Biblia menciona en un pasaje, en donde se describe que se



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tenían que celebrar en el lugar que Dios escogiere, para que habitara ahí su nombre, ya que no se podía en cualquiera de las ciudades que tenían, sino en la que Dios escogiere (Deuteronomio 12.11 al 14). Con el tiempo Jerusalén fue el centro de adoración y de las celebraciones rituales, máxime por la construcción del templo. Sin embargo, Jesús predijo la destrucción del mismo y en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (Mateo 24.1 al 2, 15 al 21, Marcos 13.1 al 2, 14 al 19, Lucas 21.5 al 6, 20 al 24). Porque era necesario desplazar el centro de adoración y extenderlo a todas las naciones, abarcando geográficamente el planeta entero y reformarlo de lo literal a lo espiritual.

Jesús le dijo a la mujer samaritana que vendría la hora en que se adoraría al Padre en espíritu y en verdad (Juan 4.19 al 26). Alrededor del año setenta el templo fue destruido por completo, entonces, pasó a ser el cuerpo humano, que se constituye en un templo para la morada de Dios en Espíritu (Efesios 2.22), casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que sean aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pedro 2.4 al 5). Esta casa espiritual son los creyentes (Hebreos 3.1 al 6), tanto individualmente, como en la comunidad de fe (1 Timoteo 3.15). Jesucristo comparó su cuerpo como un templo (Juan 2.16 al 22), y en la palabra encontramos que las personas son el templo del Dios viviente, porque Dios mismo habita y anda entre ellos (2 Corintios 6.16). Este pasaje hace alusión a una declaración del profeta Ezequiel, que dice que Dios pondría su santuario entre ellos para siempre (Ezequiel 37.26 al 27). Así como Jesús ingresó al lugar santísimo de Dios (Hebreos 8.1 al 2, 9.24 al 26), también Dios por medio de su Hijo Jesucristo es el que entra en nuestras vidas, para que lo recibamos y aceptemos con toda la mente y el corazón. Dios establece una luz para que alumbre el camino del ser humano (Salmos 43.3). Jesús en su primera venida, proclama ser el camino, la verdad y la vida (Juan 14.6), para la trascendencia del ser humano, de una vida natural a espiritual con destino celestial, mediante la obra redentora de la muerte y resurrección de Cristo.



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El Señor Jesús cuando le llega la hora de ser entregado, escarnecido y crucificado, ora intensamente en la intimidad con su Padre, con mucha aflicción y angustia, para ser fortalecido y poder soportar el momento esperado. En esta oración, su sudor es como grandes gotas de sangre derramadas en tierra, su corazón palpitante siente el consuelo de la presencia divina, no obstante, se acerca el acecho de sus verdugos y la traición. Sus ojos dulces, piadosos, llenos de amor y misericordia, observan la acción del ser humano, que le causaría un castigo inmerecido, a pesar de mostrar tanta bondad y compasión, al ayudar y sanar a los más necesitados.


Jesús conoce el corazón y la mente de cada persona, abriga la esperanza, de que en medio de la maldad de sus adversarios, surja un destello de luz, de amor genuino y fe verdadera, similar al amor entregado personalmente, sin reproche ni reservas, sino con todo su ejemplo. Y aún en la plenitud de su muerte, en el momento final, en la cúspide del abandono, dolor y sufrimiento, por el desprecio e injusticia recibida, brotan en sus labios humanos, desde lo más profundo de su corazón, con el amor divino derramado en todo su ser, las siguientes palabras: “… Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… En tus manos encomiendo mi espíritu…” (Lucas 23.34 y 46).


El mundo trata de demostrar cuál de sus dioses es más fuerte en atraer y cautivar. Ver el caso del profeta Elías y los profetas de Baal (1 Reyes 18.21). Cristo como ser humano sobre la tierra, establece un precedente en la condición de carne y hueso, llega a ser el modelo por excelencia en acciones, amor, conducta, obediencia, perseverancia y valor, para sus seguidores fieles. Se mantiene fiel y fortalecido, a pesar del sufrimiento que le esperaba con inminencia. Está escrito: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece… Mi Dios pues, suplirá tolo lo que os falta…” (Filipenses 4.13 y 19).