SEGUNDA EDICIÓN LA COMUNIDAD DE FE: ACUERDOS DE FE



Basado en la Biblia Versión Reina - Valera Revisión de 1960 (RVR60)

2.4.4 EL CAMINO A LA LIBERTAD


El libro de Génesis alude a una profecía mesiánica del anuncio de Cristo, sus sufrimientos y su liberación (Génesis 3.15). Inclusive la promesa hecha a Abraham y a su simiente (Cristo), porque en Cristo Jesús la bendición de Abraham llega a los gentiles (Gálatas 3.14 al 16). Su descendencia sería extranjera en tierra ajena, reducida a servidumbre y maltrato, pero saldría de ahí para el servicio a Dios (Hechos 7.6 al 7). José el hijo de Jacob, menciona la preservación de Dios para posteridad de su pueblo sobre la tierra, donde reciben vida por medio de gran liberación (Génesis 45.4 al 8). Dios libra a su pueblo de la aflicción en Egipto, envía a Moisés como gobernante y libertador, quien anuncia a Cristo como un profeta, a quien debían de escuchar (Hechos 7.34 al 37): “… y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (1 Corintios 10.4).


A través del tiempo Moisés murió (Deuteronomio 34.5 al 6), y Josué fue su sucesor por elección de Dios (Josué 1.1 al 2); así sucesivamente fue pereciendo el pueblo de Israel, pero el santuario o tabernáculo de reunión se mantuvo entre ellos en forma movible y fácil de transportar de una parte a otra, hasta que el rey David pensó en construir un templo (1 Crónicas 17.1 al 6). Dios se lo concede por medio de Salomón hijo de David, construyendo aquel templo con paredes sólidas y fijas al santuario o tabernáculo de reunión (2 Crónicas 3.1 al 2). Se menciona un pasaje en donde se describe, acerca de la celebración de pascua en el lugar escogido por Dios, donde habitara ahí su nombre, y no se podía en cualquiera de las ciudades, sino en la escogida por Dios. Con el tiempo Jerusalén fue el centro de adoración y de las celebraciones rituales, anunciado en cierta forma al decir: “El lugar que Dios escogiere”, máxime por el templo fijo.


Sin embargo, Jesús predijo la destrucción del templo y en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (Lucas 21.5 al 6, 20 al 24; Mateo 24.1 al 2, 15 al 21; Marcos 13.1 al 2, 14 al 19). Porque era necesario desplazar el centro de adoración y extenderlo a todas las naciones: “Jehová dijo así: El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66.1 al 2).


También Jesús le dijo a una mujer samaritana: “Le dijo la mujer: Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren. Le dijo la mujer: Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas. Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo” (Juan 4.19 al 26).


En el año setenta (datos históricos), el templo fue destruido por completo, la importancia que recibía el templo, ya no sería más. Esto significa que el templo en la era cristiana, pasó a ser el cuerpo humano, constituido en templo para morada de Dios en Espíritu (Efesios 2.22), casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pedro 2.4 al 5), la cual casa somos nosotros (Hebreos 3.1 al 6), tanto individualmente, como en iglesia (1 Timoteo 3.15). Jesucristo comparó su cuerpo como templo (Juan 2.16 al 22), y en la palabra encontramos lo siguiente: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2 Corintios 6.16). Este pasaje hace alusión a una declaración del profeta Ezequiel: “... Y pondré mi santuario entre ellos para siempre. Estará en medio de ellos mi tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Ezequiel 37.26 al 27). En forma de analogía, así como Jesús ingresó al lugar santísimo, también entra en nuestras vidas para que lo recibamos y aceptemos con todo el corazón: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3.20).


Todo el relato de esta historia es importante para relacionar el tabernáculo terrenal, como modelo, inclusive Moisés, comparado con Jesucristo y el tabernáculo celestial. El autor de Hebreos hace referencia a lo anterior precisamente al decir: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Hebreos 8.1 al 2).


También en la segunda carta a los Corintios se dice: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Corintios 5.1). Además: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9.24 al 26). La Biblia dice de Jesucristo: “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1.19 al 20).


La libertad en Cristo nos hace libres de la esclavitud y el poder del pecado; y por ende de la condenación eterna, así que si Jesucristo nos liberta seremos verdaderamente libres (Juan 8.36). Cristo nos libertó con su muerte en la cruz del calvario y así pagó el precio por nuestros pecados, ahora somos siervos de la justicia y de Dios, teniendo por fruto la santificación y como fin la vida eterna (Romanos 6.17 al 22). Cuando estábamos en el pecado éramos esclavos del pecado, pero ahora somos libres porque a libertad hemos sido llamados (Gálatas 5.13). Salir de la ignorancia y permanecer en la palabra de Dios, contribuye con hacernos libres, porque al conocer la verdad nos liberta (Juan 8.32). La libertad en Cristo incluye ser libres de complejos de inferioridad o superioridad, aversión, discriminación, estereotipos, mitos y prejuicios.


Moisés en el primer pacto, hace referencia de como todo Israel vio las señales de Jehová ante Egipto y Faraón, sus siervos y su tierra, las grandes pruebas, señales y maravillas y les dice: “… Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír” (Deuteronomio 29.2 al 4). Jesús dijo: “…Si vosotros permaneciereis en mi palabra… conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres… Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8.31 al 36). Además agrega: “… Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6.63). “El que tiene oídos para oír, oiga” (Mateo 11.15). Un pasaje dice:


“Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido. Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará. Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad... Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino por la manifestación de la verdad...” (2 Corintios 3.12 al 18 y 4.1 al 2).

La libertad que hemos recibido en Cristo en el nuevo pacto, implica practicar la justicia y obedecer los mandamientos (Salmos 119.172). La libertad en Cristo no es hacer lo que se quiera, sino ser libre del pecado por hacer la voluntad de Dios. Esta libertad se entrelaza con la justicia, porque la libertad responsabiliza al ser humano de sus actos, ya que no está sometido por el pecado, una vez libre interviene la justicia para hacer lo correspondiente al orden y a la rectitud. Dios para dar la libertad de la esclavitud del pecado, justifica al ser humano por medio de la fe en la sangre de Jesucristo, justificando gratuitamente por su gracia, de manera que la gloria y la honra es para Dios, es el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Romanos 3.21 al 26).


La Escritura dice que si es por gracia no es por obras y si es por obras no es por gracia (Romanos 11.6). Las obras aquí referidas, son las obras de la ley, ceremonias, circuncisión y ritos. La justificación de Dios es por su misericordia y no por las obras de justicia que el ser humano hubiera hecho (Tito 3.5), es decir, es necesario presentar el cuerpo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Romanos 12.1), con buenas obras por sus frutos (Tito 2.14, 3.8 y 14), o sea, las obras de Jesús. La Escritura afirma que la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma (Santiago 2.17 al 18 y 26). También menciona en forma recíproca, al ser humano como justificado por las obras, y no solamente por la fe (Santiago 2.24), porque los practicantes vienen a Jesús, para manifestar sus obras que son de Dios (Juan 3.17 al 21).